La pandemia en España: una tragedia en tres actos

Diario CincoDías

Autores: José Mª Abellán Perpiñán y Fernando I. Sánchez Martínez

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En el momento de escribir estas líneas, España es el país europeo con un mayor número de casos confirmados de Covid-19, tan solo por detrás de Francia, y el tercero, tras Italia y Francia, en número de fallecidos. Las 950 muertes por millón de habitantes sitúan a nuestro país como el quinto del mundo con una mayor tasa de mortalidad acumulada.

El desconcierto de propios y extraños ante la magnitud del impacto de la pandemia en España es considerable, habida cuenta de que el Sistema Nacional de Salud (SNS) español pasaba por ser uno de los mejores del mundo. Baste recordar, a este respecto, que el año pasado el Bloomberg Healthiest Country Index situaba a la sanidad española en la primera posición de un ranking de 169 países, merced, entre otros factores, a la bondad de su atención sanitaria.

¿Cómo es posible, pues, que el coronavirus esté poniendo en jaque a un sistema sanitario tan excelente, catapultando a España a los primeros puestos de las estadísticas de contagios y defunciones? El drama escenificado por el Covid-19 en España puede resumirse en tres actos, al modo del canon teatral clásico: introducción, nudo y desenlace. La introducción a esta tragedia la escribe un sistema sociosanitario que afronta el azote de la pandemia erosionado por tres flaquezas críticas. Para empezar, unas estructuras de salud pública muy debilitadas desde la anterior crisis económica, sin capacidad para ejercer una vigilancia epidemiológica eficaz. Las causas de esta fragilidad están bien identificadas: una infradotación presupuestaria endémica (apenas superior al 1% del gasto sanitario público) y una arquitectura institucional deficiente, toda vez que las previsiones normativas contenidas en la Ley General de Salud Pública aprobada en 2011 no fueron desarrolladas (entre ellas, la creación del Centro Estatal de Salud Pública).

A esta primera flaqueza le sigue la encarnada en un sistema asistencial muy tensionado y urgentemente necesitado de reformas estructurales. En el fragor de la anterior crisis económica se adoptaron medidas de indisimulado cariz ahorrador suscitadas por la apremiante coyuntura del momento (véase el Real Decreto Ley 16/2012), al tiempo que otras, de mayor trascendencia a largo plazo, nunca llegaron a desplegarse. En su defecto, se procedió al ajuste del capítulo de gastos de personal, precarizando enormemente las plantillas sanitarias y ensanchando notablemente las listas de espera. Aún no recuperado el sistema sanitario de la resaca de los recortes, llegó la primera ola de la pandemia, que puso al descubierto carencias tales como la inexistencia de una reserva estratégica de materiales de protección individual y la insuficiente dotación de médicos y enfermeras, colectivos diezmados por su exposición al Covid-19 sin la adecuada protección.

La tercera flaqueza –quizá la más dolorosa– es la concerniente a un sistema sociosanitario (el Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia) pomposamente presentado en su día nada menos que como cuarto pilar del Estado del bienestar, y que se convirtió, sin embargo, en otro de los grandes paganos de la Gran Recesión, pauperizándose a pasos agigantados desde 2010. Resulta difícilmente explicable el reguero de muertes que el Covid-19 está dejando tras de sí en las residencias de personas mayores, sin remitirse al abandono presupuestario de los cuidados de larga duración y a la falta de integración de las políticas sociales y sanitarias.

En estas desdichadas condiciones afrontó el Estado español el desafío de la pandemia, dando paso al segundo acto de este drama: el del nudo de su gestión. La crisis sanitaria, desde un inicio, se gestionó a contrapié, con el lastre de las precarias condiciones de partida antes expuestas y el agravante de una miopía política preocupante, que ha contribuido al resurgimiento de una curva epidémica que nunca llegó a desaparecer. Concurren en el balance de este acto pasivos y activos. Quizá uno de los pasivos más obvios sea el generado por la disputa partidista y territorial, que precipitó una desescalada que se ha revelado más tarde como coadyuvante para el desencadenamiento de la segunda ola. El principal activo, como imaginarán los lectores, es el remarcable papel de­sempeñado por los trabajadores sanitarios. Los profesionales del sistema de salud, en un ejercicio de supervivencia que basculó entre el heroísmo y la improvisación, tuvieron que reinventar aceleradamente la organización de los procesos asistenciales para dar respuesta a una emergencia sanitaria inédita.

Llegamos así al acto final del drama; que no, por desgracia, a su término. Si bien el desenlace es provisional, la segunda ola nos está dejando algunas tristes enseñanzas. La primera, que el confinamiento general decretado al amparo del estado de alarma opacó la importancia de los determinantes sociales para la prevención del impacto de la pandemia, que ahora han aflorado con fuerza. Ahí están los brotes asociados a las penosas condiciones de vida de los trabajadores temporeros hacinados en pisos patera. La segunda, que los dos meses de estado de alarma general sirvieron para doblegar la primera curva epidémica, evitando a duras penas el colapso de la sanidad, pero no para que las comunidades autónomas se prepararan ante una más que probable reaparición. El resultado de esta aparente dejadez está siendo una atención primaria sobrepasada, huérfana de equipos de rastreadores, y unas UCI nuevamente colmadas. En un contexto como el descrito, no resulta extraño que se haya vuelto a tropezar en la piedra de las residencias.

Digamos, para concluir, que, si bien la pandemia no se pudo en modo alguno prever, sí se pudo y se debió prevenir. Para ello, sin embargo, se habría necesitado años atrás acometer lo difícil (las reformas estructurales), para evitar más tarde verse abocados a hacer lo fácil (los recortes coyunturales)

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