A vueltas con la privatización en la gestión de la sanidad pública. Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible

Boletín Informativo de la Asociación de Economía y Salud, nº 78, (2013)

Autores: Fernando I. Sánchez Martínez y Jose Mª Abellán Perpiñán

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Hace casi dos siglos que Maurice C. Talleyrand –aunque aquí preferimos atribuir la frase al torero Rafael Guerra, Guerrita– llegó a tan sabia conclusión y, pese a ello, economistas y gestores sanitarios seguimos perdiendo nuestro tiempo y energías en tratar de hallar la contestación a una pregunta de imposible respuesta: si la gestión privada de los servicios públicos de salud es más o menos eficiente que la gestión pública de esos mismos servicios.

Así, entre las aseveraciones tremendistas –por no apartarnos del ámbito taurino– de quienes afirman que miles de pacientes podrían haber muerto prematuramente debido al modelo de gestión sanitaria de la Comunidad Valenciana1 –paradigma de la externalización– y las afirmaciones no menos categóricas e igualmente infundadas de relevantes líderes políticos que sostienen que “está demostrado que la gestión privada es más eficiente que la pública”2, los argumentos basados en la evidencia tratan de abrirse paso con el vano propósito de alcanzar una conclusión definitiva que resulte de general aplicación en la planificación de la gestión sanitaria. Y esto es algo que, en nuestra opinión, no resulta factible, al menos no con el conocimiento que disponemos a día de hoy.

Si nos preguntamos: ¿son los costes de los centros/departamentos gestionados por entidades privadas inferiores a los de los servicios objeto de gestión directa (pública)?, la respuesta, a la vista de la evidencia empírica disponible, no puede ser sino “depende”. La misma respuesta que cabe dar a otra cuestión necesariamente relacionada con la anterior: ¿tienen los servicios sanitarios públicos gestionados por la iniciativa privada similar calidad a los prestados directamente por entidades privadas? Porque, de un lado, la respuesta a ambas preguntas depende del tipo de datos económicos que se utilicen –en el primer caso– o de la batería de indicadores que se considere –en el segundo–. Y, por otra parte, porque no resultará difícil hallar ejemplos de centros eficientes en costes entre los gestionados de manera directa y entre los que han sido objeto de externalización; como tampoco costaría mucho identificar, en lo que atañe a la calidad de los indicadores de resultados, casos de excelencia (y de justamente lo contrario), tanto en el ámbito de la gestión pública como en el de la gestión privada. En las líneas que siguen trataremos de resumir lo (poco) que sabemos acerca de estas cuestiones, a la vista de la evidencia disponible en las fuentes documentales. Junto a los datos conocidos en términos de eficiencia económica y calidad de los servicios bajo diferentes modelos de gestión, analizaremos también otros aspectos igualmente relevantes en el contexto de la privatización de la gestión de los servicios sanitarios sobre los que tal vez quepa ser más concluyente. Nos referimos al modo en que se desarrollan los proceso de externalización, tanto en su origen (licitación) como en su ejecución (funcionamiento de los contratos).

¿Qué sabemos acerca del desempeño de los modelos de gestión privada de los servicios sanitarios?

La privatización de los servicios sanitarios se presenta con frecuencia como una alternativa para mejorar la eficiencia de los sistemas públicos de salud y, con ello, moderar el ritmo de crecimiento del gasto sanitario3 en un contexto de fuerte restricción presupuestaria. Suele hacerse, además, una interpretación deliberadamente restrictiva del término privatización, ciñiendo su alcance a aquellos  casos protagonizados por la participación de entidades privadas (y, en particular, de sociedades mercantiles con ánimo de lucro) en la gestión y prestación de los servicios sanitarios; esto es, la denominada gestión indirecta o “privatización funcional”4. Parafraseando a Paul Éluard, no pareciera sino que aunque hubiera “otros mundos”, estuvieran subsumidos en este. Nada más alejado de la realidad, por cuanto las innovaciones y reformas organizativas en el ámbito de la gestión pública directa tienen una dilatada historia en nuestro SNS. Bien podría mencionarse en este sentido el hito que supuso la Ley 15/19975, que impulsó de manera decisiva estos cambios y abrió la puerta a la utilización de prácticamente cualquier forma presente en el ordenamiento jurídico español para la provisión de servicios sanitarios de titularidad pública. Esta estrategia de descentralización organizativa se ha denominado en ocasiones “privatización formal”4 y ha sido desarrollada, en mayor o menor medida, en los servicios de salud de casi todas las comunidades autónomas.

No obstante, son los cambios organizativos que involucran a entidades privadas lucrativas los que, como apuntábamos, monopolizan el debate público. Estos esquemas de provisión (financiación) pública con producción privada se justifican sobre la base de una pretendida mayor eficiencia asociada a la competencia y la titularidad privada de la gestión. Así, en épocas recientes, se han ido abriendo paso las denominadas colaboraciones público-privadas (CPP), cuya generalización contemplan con creciente recelo los profesionales sanitarios y una parte de la opinión pública. Incluimos aquí el modelo de concesión de obra pública, conocido por las siglas en inglés PFI (private finance initiative) y el de concesión para la gestión integral del servicio público, conocido popularmente como “modelo Alzira”.

Para poder responder al interrogante que encabeza esta sección del artículo, necesitamos saber si las CPP aportan o no un valor añadido en términos de una mayor eficiencia y un ahorro en costes para el financiador público. De un lado, las concesiones de obra pública (PFI) acumulan abundante evidencia empírica en contra en varios aspectos, como son los mayores costes de inversión que acarrean, la ausencia real de transferencia de riesgos y su menor flexibilidad e inclinación a la innovación.6 De otro lado, las concesiones administrativas (“modelo Alzira”) arrastran el lastre de la fallida experiencia pionera que acabó con el “rescate” de la concesión del hospital de La Ribera en 20037 y, pese a que se han extendido a varias áreas de salud de la Comunidad Valenciana y a algún hospital en la Comunidad de Madrid, no existen análisis concluyentes que acrediten su superioridad en términos de eficiencia en costes, siendo posible esgrimir resultados a favor de esta hipótesis y de la contraria. Así, se puede leer que los hospitales de gestión directa y los explotados bajo concesión administrativa tienen un desempeño prácticamente equivalente, siendo en todo caso el coste por persona protegida algo mayor en el caso de las concesiones (menor coste unitario por hospitalización pero más ingresos)8, y también que los departamentos de salud valencianos bajo modelo concesional tienen, en promedio, un coste per cápita inferior al de los departamentos bajo gestión directa (aunque algunos de estos presentan costes inferiores a la media de las áreas bajo concesión administrativa)9.

En realidad, la escasa evidencia relativa a la posible existencia de diferencias en costes asociadas al modelo de gestión apunta no tanto a la titularidad, pública o privada, de dicha gestión cuanto al régimen jurídico aplicable a los procedimientos en los que esta se desenvuelve. Así, y con las reservas que se derivan de las limitaciones metodológicas del estudio10,11, el informe de la consultora IASIST12 concluye que los hospitales con un régimen laboral más flexible (personal laboral y no estatutario), que incluyen no solo hospitales de gestión privada, sino también hospitales de gestión pública a través de fundaciones o empresas públicas, tienen costes por unidad de producción hospitalaria un 30% inferiores a los de los hospitales de gestión directa administrativa.

En suma, la pretendida superioridad de la gestión privada sobre la pública en términos de eficacia y eficiencia está muy lejos de haber sido demostrada empríricamente.13 El déficit de información en nuestro país y la experiencia internacional aconsejan orientar la atención hacia otras estrategias de reforma distintas de la privatización, en la búsqueda del objetivo de mejorar la eficiencia del SNS y contribuir con ello a contener el crecimiento del gasto sanitario público.

¿Qué sabemos acerca del modo en que se desarrollan los procesos de externalización?

Un argumento capital que justifica a priori el recurso a la externalización de servicios sanitarios y complementarios a estos (limpieza, catering, centralita, etc.) es la presunta ganancia de eficiencia, sin menoscabo de la calidad, derivada del proceso competitivo desencadenado entre los potenciales proveedores al concurrir al concurso público para la provisión de dichos servicios. Sin embargo, como pone de manifiesto la Comisión Nacional de la Competencia (CNC) en un reciente informe14 en el cual revisa 43 procesos de licitación de este tipo habidos en España a lo largo de los últimos dieciséis años, lo cierto es que en la práctica pueden identificarse abundantes ejemplos de fracturas del supuesto de competencia efectiva, con el consiguiente riesgo de encarecimiento innecesario del coste de la prestación del servicio para la administración e incluso de posible deterioro de la calidad asistencial. La valoración de la CNC resulta particularmente desfavorable en lo concerniente al modo en que se ha producido el acceso a la mayoría de las licitaciones, así como en relación con las debilidades detectadas en el desarrollo de los contratos.

Con respecto al primer punto, la Comisión denuncia “una participación alarmantemente reducida de empresas” en la mayoría de las licitaciones convocadas. Baste señalar que solo en 10 de las 43 licitaciones analizadas participaron más de 2 empresas y en 17 de ellas, solo concurrió una. Un caso particularmente llamativo es el acaecido en 2013 en la Comunidad de Madrid con ocasión de la licitación de la gestión sanitaria de seis hospitalesi. Para empezar, y en contra de las recomendaciones de la Guía sobre Contratación Pública y Competencia de la propia CNC, el objeto de la licitación fue objeto de división en cinco lotes de un tamaño similar. Esta práctica, a juicio de la comisión, puede “facilitar el reparto de los mismos entre las empresas participantes en el mercado”. El hecho es que solo se presentaron a la licitación tres grupos empresariales, y no se produjo concurrencia de ofertas en ninguno de los lotes, lo que se tradujo en una reducción prácticamente imperceptible del precio (la cápita) propuesto iniciamente por cada licitador.

A la vista del desenlace de concursos como el referido, no es de extrañar que la CNC califique en su informe el número extraordinariamente reducido de licitadores registrado como un posible indicio de colusión entre los mismos. Esta observación es de tal gravedad que, de ser cierta, equivaldría a una enmienda a la totalidad de los procesos de externalización afectados, que haría innecesario cualquier análisis adicional. Pero es que, además, y eso atañe al segundo de los puntos señalados anteriormente, el desarrollo de los contratos una vez consumada la adjudicación, asistimos a situaciones como la producida en la Comunidad Valenciana, donde una misma empresa está presente –al menos en origen– en la gestión de todos los servicios sanitarios externalizados, lo cual dificulta objetivamente la competencia entre los centros públicos afectados. Tal y como señala la CNC, cuanto menor sea el nivel de competencia entre centros públicos, menos efectiva será la utilización de la facturación intercentros como instrumento para promover la calidad asistencial.   

Estéril diálogo de sordos

Con frecuencia se rinde homenaje a la coherencia como una postura intelectual digna de elogio. Y sin duda lo es, siempre y cuando venga acompañada de la predisposición a dejarse convencer (vencer con argumentos razonables) por otros. Afirmaciones como las presentadas al comienzo de este artículo pueden ser muy coherentes ideológicamente con la trayectoria desplegada por parte de quienes las profieren, pero para nada contribuyen a iluminar el debate, ni a que éste se desarrolle con el rigor que requiere una cuestión tan crítica como ésta (la reforma del sistema público de salud para garantizar su supervivencia).

Existen indicadores muy variados para valorar la calidad de un sistema de salud, aunque en general se puede afirmar que el sistema sanitario en España merece una valoración alta (ocupa uno de los primeros puestos de la lista de países con menor tasa de mortalidad sanitariamente evitable15). Esto no significa que debamos caer en la autocomplacencia, negando la evidente necesidad de introducir cambios en el funcionamiento del sistema que potencien la transparencia, la rendición de cuentas y, en definitiva, el “buen gobierno”. Agotar las energías en un estéril diálogo de sordos, en el cual las partes recitan una y otra vez el consabido argumentario, mientras los problemas financieros se agravan y solo hallan solución transitoria en recortes en los servicios indiscriminados, tan injustos en ocasiones como ineficientes, es un lujo que no nos podemos permitir. La defensa de una sanidad universal y financiada públicamente es una causa loable compartida por una gran mayoría de ciudadanos; de ahí que merezca que quienes la defienden lo hagan desde el rigor argumental y abandonando (o, en su caso, haciendo explícitos) sus intereses personales o corporativos. No parece que el camino para defender el SNS pase por imputar a deficiencias en la gestión de determinados servicios de salud varios miles de muertes “prematuras”. Como tampoco es de recibo que las estrecheces presupuestarias sirvan de coartada a estrategias de privatización radical, nacidas del prejuicio ideológico, diseñadas a espaldas de los profesionales e insuficientemente explicadas a la población.

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