Reinversión y coste de oportunidad

Autores: José Mª Abellán, Carlos Campillo-Artero y Juan del Llano

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Todas aquellas tecnologías sanitarias que no proporcionen ningún beneficio o que lo hagan solo muy marginalmente, bien porque sean ineficaces o inefectivas, innecesarias, inapropiadas o incluso potencialmente perjudiciales, no deberían formar parte de la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud, simplemente porque no estarían obedeciendo al propósito del diagnóstico, tratamiento, rehabilitación y prevención de las enfermedades.

Obviamente esta conclusión de alcance sistémico es de aplicación a todos los niveles de la gestión sanitaria, no solo a las decisiones de financiación pública de las prestaciones, sino también a las decisiones de distribución de recursos entre servicios, centros y niveles asistenciales (mesogestión), así como a la propia práctica clínica (microgestión).

Pero incluso la prestación de servicios sanitarios que sí son efectivos no puede ampliarse indefinidamente. No puede, porque las “capacidades” del presupuesto público son inevitablemente limitadas, mientras que las necesidades son virtualmente ilimitadas. Si bien los recursos públicos no deben gestionarse únicamente atendiendo a criterios de “eficiencia y economía” (también deben responder a una “asignación equitativa”), hacer un uso ineficiente de ellos entraña un despilfarro, ya que, por definición, podrían tener un mejor destino alternativo, habida cuenta de que el presupuesto es finito. Es esta finitud la que confiere sentido al concepto de eficiencia económica o, lo que es lo mismo, al imperativo de establecer prioridades en la asignación de los recursos disponibles.

Conviene matizar, no obstante, que si bien es la salud el auténtico output sanitario, el valor social de las intervenciones médicas no se mide únicamente por el tamaño de dicho output (maximización de las ganancias de salud), sino también por la consecución de otros objetivos que la sociedad considera igualmente meritorios, en particular la equidad. Que la forma tradicional de distribuir los recursos sanitarios en España responda a un patrón histórico que propende al incrementalismo (“lo mismo que el año pasado más un poco más”) camufla el coste de oportunidad de no hacer un uso eficiente de dichos recursos. Dicho coste de oportunidad (los beneficios que dejan de obtenerse por las oportunidades desaprovechadas) se hace patente, no obstante, ante una coyuntura como la actual marcada por el desafío que representa para España reducir a más de la mitad su cifra de déficit público en términos del PIB de aquí a 2016.

Ante el desafío de sostener o incluso mejorar el output sanitario con menos recursos caben varias alternativas. Una, la menos aconsejable, consiste en practicar recortes, más o menos lineales, a lo largo de todo el presupuesto, o concentrarlos en aquellas partidas de las que resulta más “fácil” detraer recursos. Esta estrategia puede servir transitoriamente al propósito de minorar el crecimiento e incluso el nivel global del gasto sanitario, pero resulta inviable (o al menos muy costoso, social y políticamente hablando) aplicarla repetidamente y, en cualquier caso, al ignorar el efecto que dichos recortes pueden tener sobre la calidad asistencial, pueden acabar resintiendo los resultados en salud.

Una segunda vía más refinada y conciliadora con el objetivo de promoción de la eficiencia consiste en implementar medidas de minimización del despilfarro de recursos que pueda estar produciéndose en la provisión de los servicios sanitarios. Ejemplos de este tipo de ineficiencias técnicas o meramente productivas son los procesos erróneamente diseñados, la utilización de inputs excesivamente caros o la duplicación innecesaria de servicios. Hay que resaltar que (al menos en teoría) con este tipo de iniciativas ningún paciente es privado necesariamente de beneficio, simplemente se aborda su atención de un modo diferente. El problema es que si los ajustes presupuestarios requeridos son de gran entidad, probablemente los ahorros que puedan conseguirse no sean suficientes.

Queda, por último, una tercera vía, la denominada ‘desinversión’, o  ‘reinversión’. Si bien, no implica de suyo cancelación o reducción de programas, servicios o tecnologías, ni pretende tampoco la búsqueda sin más de ahorros, no es infrecuente la publicación de estudios que únicamente identifican oportunidades de desinversión, pero no así potenciales candidatos a la reinversión de los recursos liberados. A este respecto, es preciso subrayar que la identificación y priorización de intervenciones total o parcialmente desfinanciables es solo una cara de la moneda de la genuina reinversión, la cual requiere de un proceso explícito mediante el cual los recursos liberados por la supresión o reescalamiento de los servicios de menor valor clínico se destinen a financiar aquellos otros de más alto valor.

La desinversión debería reunir idealmente dos propiedades: (1) no es una apuesta a todo o nada, sino que debería considerarse a nivel de indicación y subgrupos de pacientes; y (2) aspira a que los fondos liberados por la supresión o reducción de una actividad sean reinvertidos en aquellos servicios que más pueden beneficiar a los pacientes. Sin embargo, se ha avanzado bastante más en la identificación y priorización de tecnologías inefectivas o no coste-efectivas que en la reasignación de los fondos liberados en nuevos programas. 

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